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#189 Los hilos rojos del destino: sincronicidad y serendipia

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(NOTAS Y ENLACES DEL CAPÍTULO AQUÍ: https://www.jaimerodriguezdesantiago.com/kaizen/189-los-hilos-rojos-del-destino-i-sincronicidad-y-serendipia/)
En 1914 una madre alemana fotografió a su bebé y llevó la placa a revelar a una tienda de Estrasburgo pocos días antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Por esa desagradable manía que tienen las guerras de interrumpir la vida de las personas, le fue imposible recoger la fotografía.

Dos años después esa misma mujer compró otra placa en Munich para fotografiar a su otra hija, recién nacida. Esta sí pudo revelarla y al hacerlo se encontró una sorpresa: había una doble exposición. Es decir, aquella placa ya se había usado antes, por lo que había dos fotografías superpuestas. Una, la de su hija recién nacida. Y la otra, aquella foto que ella misma tomó dos años antes a su bebé. Por alguna casualidad cósmica, esa placa nunca llegó a revelarse, viajó los 165 kilómetros que separaban Estrasburgo de Munich y acabó siendo vendida, como si fuera nueva, a la misma mujer.

Ésta y otras historias de casualidades increíbles fueron recopiladas por el escritor Wilhelm von Scholz en un libro cuyo título en alemán bien podría provocarme un esguince de lengua así que lo diré en castellano: «Casualidad y destino. Miradas tras el telón de la vida»

Según tengo entendido, porque te confesaré que no lo he leído, en él dice algo así como que esas casualidades hacen que la vida parezca «El sueño de una conciencia mayor y más completa, que es incognoscible». Cómo odio esa palabra y la de veces que ha salido esta temporada.

Carl Jung, uno de los pioneros de la psicología, en general, y del psicoanálisis en particular —y dejaremos que cada cual considere si eso es bueno o malo— sentía fascinación por esas casualidades tan extraordinarias que parece imposible que sean simples coincidencias. Y de hecho las estudió a fondo, mientras profundizaba en su idea del inconsciente colectivo, algo así como las estructuras inconscientes que compartimos todos. Según él, nuestro inconsciente colectivo está poblado de instintos y arquetipos, de ideas universales que llevamos preinstaladas. Por ejemplo, las figuras paterna y materna, con un montón de atributos asociados.

Bueno, pues mientras pensaba en estas cosas, Jung dijo haberse encontrado con sorprendentes conexiones que la racionalidad científica no era capaz de explicar. En sus propias palabras:

«Lo que encontré fueron “coincidencias” que estaban conectadas de manera tan significativa que su concurrencia “casual” representaría tal grado de improbabilidad que tendría que expresarse (estadísticamente) mediante una cifra astronómica» - Jung

Olé. Y se quedó tan ancho.

Jung hizo buenas migas con Wolfgang Pauli, un físico brillante, que desde muy joven llamó la atención de Einstein y que acabaría recibiendo el Premio Nobel en 1945 y siendo considerado uno de los padres de la mecánica cuántica.

Aquella amistad fue cuanto menos peculiar. Pauli llegó a Jung como paciente, en un momento especialmente turbulento de su vida. Su madre se había suicidado, tras descubrir que su padre le había sido infiel. Y al poco tiempo, éste se casó con una mujer mucho más joven, de la edad del propio Pauli, que no llegaba aún a los 30. En paralelo, el matrimonio de Pauli con una cabaretera a la que había propuesto casarse al poco de conocerse, y mientras ella salía con un químico, tampoco iba muy bien. Más que nada, porque, pese a aceptar, ella siguió mucho más interesada en el químico que en él. No duraron ni un año casados y Pauli acabó dándose al alcohol y al tabaco compulsivamente. Hasta que su padre le convenció de que contactara con Jung.

Durante años, primero con otra terapeuta y después con el propio Jung, Pauli registró sus sueños, algo que estaba muy de moda. Al parecer, tenía una enorme capacidad para recordarlos y llegó a escribir más de 1.000. Pauli tenía todo tipo de sueños a los que trataba de dar significado con la ayuda de Jung, mientras que éste iba poco a poco derivando hacia ideas cada vez más esotéricas apoyándose sobre sus interpretaciones de las teorías físicas del propio Pauli.

Por ejemplo, en una ocasión, Pauli escribió a Jung contándole un sueño que había tenido sobre un congreso de física con muchos participantes. El sueño estaba repleto de imágenes que simbolizaban cómo la polarización separa las cargas positivas y negativas generando dos opuestos, como en los dipolos eléctricos. Jung respondió que aquel simbolismo representaba «la relación complementario de un sistema autorregulado de un hombre y una mujer». Claro que sí.

Otro de los sueños de Pauli incluía un símbolo ancestral llamado Uróboros: una serpiente o un dragón que se muerde su propia cola formando un círculo. Es un símbolo que ha aparecido en multitud de culturas a lo largo de los siglos y que, generalmente se ha asociado a una especie de ciclo eterno de las cosas y también al esfuerzo o las luchas eternas e inútiles por intentar evitar aquello que se repite una y otra vez.

Es un símbolo muy asociado a la alquimia, también, donde representa la unidad de todas las cosas, materiales y espirituales, que nunca desaparecen, sino que cambian en un ciclo eterno de destrucción y nueva creación. Todo muy normal, como ves. El caso es que Pauli permitió a Jung que usara estos y muchos otros de sus sueños en sus conferencias y en un libro con un título prometedor: psicología y alquimia. Hoy me da que no voy a tener suficientes olés para decir.

Intercambiaron cartas durante veintiséis años en las que ambos demostraron estar interesados en la interacción entre la mente y la materia. Pensaban que lo físico y lo psíquico eran aspectos complementarios de una única entidad, así que la física y la psicología podían ser formas complementarias para entender la realidad. Y aunque parece que se fueron distanciando a medida que Jung se adentraba en terrenos cada vez menos científicos, de su colaboración surgió una idea que obsesionaba a ambos: la sincronicidad.

Decía el propio Jung que se le ocurrió este concepto un día que estaba en terapia con una paciente. Justo cuando ella le contaba un sueño en el que alguien le regalaba una joya dorada con forma de escarabajo, Jung oyó un golpe en el cristal y al asomarse vio que había sido un escarabajo de color entre verdoso y dorado. Así nació la idea de la sincronicidad, que sería la existencia de relaciones no causales entre acontecimientos simultáneos. Es decir, coincidencias increíbles conectadas entre sí de alguna manera que se nos escapa. Venga, uno más: Olé.

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En 1914 una madre alemana fotografió a su bebé y llevó la placa a revelar a una tienda de Estrasburgo pocos días antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Por esa desagradable manía que tienen las guerras de interrumpir la vida de las personas, le fue imposible recoger la fotografía.

Dos años después esa misma mujer compró otra placa en Munich para fotografiar a su otra hija, recién nacida. Esta sí pudo revelarla y al hacerlo se encontró una sorpresa: había una doble exposición. Es decir, aquella placa ya se había usado antes, por lo que había dos fotografías superpuestas. Una, la de su hija recién nacida. Y la otra, aquella foto que ella misma tomó dos años antes a su bebé. Por alguna casualidad cósmica, esa placa nunca llegó a revelarse, viajó los 165 kilómetros que separaban Estrasburgo de Munich y acabó siendo vendida, como si fuera nueva, a la misma mujer.

Ésta y otras historias de casualidades increíbles fueron recopiladas por el escritor Wilhelm von Scholz en un libro cuyo título en alemán bien podría provocarme un esguince de lengua así que lo diré en castellano: «Casualidad y destino. Miradas tras el telón de la vida»

Según tengo entendido, porque te confesaré que no lo he leído, en él dice algo así como que esas casualidades hacen que la vida parezca «El sueño de una conciencia mayor y más completa, que es incognoscible». Cómo odio esa palabra y la de veces que ha salido esta temporada.

Carl Jung, uno de los pioneros de la psicología, en general, y del psicoanálisis en particular —y dejaremos que cada cual considere si eso es bueno o malo— sentía fascinación por esas casualidades tan extraordinarias que parece imposible que sean simples coincidencias. Y de hecho las estudió a fondo, mientras profundizaba en su idea del inconsciente colectivo, algo así como las estructuras inconscientes que compartimos todos. Según él, nuestro inconsciente colectivo está poblado de instintos y arquetipos, de ideas universales que llevamos preinstaladas. Por ejemplo, las figuras paterna y materna, con un montón de atributos asociados.

Bueno, pues mientras pensaba en estas cosas, Jung dijo haberse encontrado con sorprendentes conexiones que la racionalidad científica no era capaz de explicar. En sus propias palabras:

«Lo que encontré fueron “coincidencias” que estaban conectadas de manera tan significativa que su concurrencia “casual” representaría tal grado de improbabilidad que tendría que expresarse (estadísticamente) mediante una cifra astronómica» - Jung

Olé. Y se quedó tan ancho.

Jung hizo buenas migas con Wolfgang Pauli, un físico brillante, que desde muy joven llamó la atención de Einstein y que acabaría recibiendo el Premio Nobel en 1945 y siendo considerado uno de los padres de la mecánica cuántica.

Aquella amistad fue cuanto menos peculiar. Pauli llegó a Jung como paciente, en un momento especialmente turbulento de su vida. Su madre se había suicidado, tras descubrir que su padre le había sido infiel. Y al poco tiempo, éste se casó con una mujer mucho más joven, de la edad del propio Pauli, que no llegaba aún a los 30. En paralelo, el matrimonio de Pauli con una cabaretera a la que había propuesto casarse al poco de conocerse, y mientras ella salía con un químico, tampoco iba muy bien. Más que nada, porque, pese a aceptar, ella siguió mucho más interesada en el químico que en él. No duraron ni un año casados y Pauli acabó dándose al alcohol y al tabaco compulsivamente. Hasta que su padre le convenció de que contactara con Jung.

Durante años, primero con otra terapeuta y después con el propio Jung, Pauli registró sus sueños, algo que estaba muy de moda. Al parecer, tenía una enorme capacidad para recordarlos y llegó a escribir más de 1.000. Pauli tenía todo tipo de sueños a los que trataba de dar significado con la ayuda de Jung, mientras que éste iba poco a poco derivando hacia ideas cada vez más esotéricas apoyándose sobre sus interpretaciones de las teorías físicas del propio Pauli.

Por ejemplo, en una ocasión, Pauli escribió a Jung contándole un sueño que había tenido sobre un congreso de física con muchos participantes. El sueño estaba repleto de imágenes que simbolizaban cómo la polarización separa las cargas positivas y negativas generando dos opuestos, como en los dipolos eléctricos. Jung respondió que aquel simbolismo representaba «la relación complementario de un sistema autorregulado de un hombre y una mujer». Claro que sí.

Otro de los sueños de Pauli incluía un símbolo ancestral llamado Uróboros: una serpiente o un dragón que se muerde su propia cola formando un círculo. Es un símbolo que ha aparecido en multitud de culturas a lo largo de los siglos y que, generalmente se ha asociado a una especie de ciclo eterno de las cosas y también al esfuerzo o las luchas eternas e inútiles por intentar evitar aquello que se repite una y otra vez.

Es un símbolo muy asociado a la alquimia, también, donde representa la unidad de todas las cosas, materiales y espirituales, que nunca desaparecen, sino que cambian en un ciclo eterno de destrucción y nueva creación. Todo muy normal, como ves. El caso es que Pauli permitió a Jung que usara estos y muchos otros de sus sueños en sus conferencias y en un libro con un título prometedor: psicología y alquimia. Hoy me da que no voy a tener suficientes olés para decir.

Intercambiaron cartas durante veintiséis años en las que ambos demostraron estar interesados en la interacción entre la mente y la materia. Pensaban que lo físico y lo psíquico eran aspectos complementarios de una única entidad, así que la física y la psicología podían ser formas complementarias para entender la realidad. Y aunque parece que se fueron distanciando a medida que Jung se adentraba en terrenos cada vez menos científicos, de su colaboración surgió una idea que obsesionaba a ambos: la sincronicidad.

Decía el propio Jung que se le ocurrió este concepto un día que estaba en terapia con una paciente. Justo cuando ella le contaba un sueño en el que alguien le regalaba una joya dorada con forma de escarabajo, Jung oyó un golpe en el cristal y al asomarse vio que había sido un escarabajo de color entre verdoso y dorado. Así nació la idea de la sincronicidad, que sería la existencia de relaciones no causales entre acontecimientos simultáneos. Es decir, coincidencias increíbles conectadas entre sí de alguna manera que se nos escapa. Venga, uno más: Olé.

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