El Señor nos invita a escuchar y ver con mayor claridad
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24/07/2024 – En el Evangelio de hoy, Jesús nos invita a abrir el oído, a ver con mayor claridad y disponernos a darle la bienvenida a la Buena Noticia.
Los discípulos se acercaron y le dijeron: “¿Por qué les hablas por medio de parábolas?”.El les respondió: “A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no.Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene.Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden.
Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán,Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure.Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen.Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron. San Mateo 13,10-17
Para entender a Dios ejercitarnos en la escucha
El evangelio nos advierte que la incapacidad de comprensión de Dios en nuestra vida no pasa por la capacidad de razonar, sino de entenderlo desde un corazón renovado en la escucha, para entender el misterio de Dios debemos ejercitarnos en la capacidad de escucha. Es por el camino de la escucha interior del misterio de Dios desde donde crecemos en la posibilidad de que su Palabra sea transformadora de nuestra vida produciendo mucho fruto.
Un psicólogo atendía en una consulta de un hospital… sus pacientes eran adolescentes… Cierto día le enviaron a un joven de 14 años que desde hacía un año no pronunciaba palabra y estaba internado en un orfanato…
Este muchacho llevaba a sus espaldas una mochila cargada de dolor; cuando era muy pequeño, su padre murió… vivió con su madre y su abuelo hasta hacía un año… a los 13 muere su abuelo, y tres meses después su madre en un accidente… el muchacho cuando llegaba a la consulta se sentaba y miraba a las paredes, sin hablar; estaba pálido y nervioso…
El médico no podía hacerle hablar. Comprendió que el dolor del muchacho era tan grande que le impedía expresarse, y él, por más que le dijera algo, tampoco servía de mucho.
Optó por sentarse y observarlo en silencio, acompañando su dolor…. Después de la segunda consulta, cuando el muchacho se retiraba, el doctor le puso una mano en el hombro: “Te espero la semana próxima, si este es tu deseo… duele ¿verdad?…” El muchacho lo miró, no se había sobresaltado ni nada… sólo lo miró y se fue…
Cuando volvió a la semana siguiente… el doctor lo esperaba con un juego de ajedrez… así pasaron varios meses… sin hablar… pero él notaba que David ya no parecía nervioso… y su palidez había desaparecido… Un día mientras el doctor miraba la cabeza del muchacho, mientras él estudiaba agachado la jugada en el tablero… pensaba en lo poco que sabemos del misterio del proceso de curación… De pronto… David alzó la vista y lo miró: “Le toca” – le dijo.
Ese día empezó a hablar, hizo amigos en la escuela, ingresó a un equipo de ciclismo y comenzó una nueva vida… su vida. Posiblemente el médico le enseño algo… pero también aprendió mucho de él… Aprendió que el tiempo hace posible lo que parece dolorosamente insuperable… a estar presente cuando alguien te necesita… a comunicarnos sin palabras. Basta un abrazo, un hombro para llorar, una caricia… un corazón que escuche
Los pasos de una escucha atenta y desde el corazón
Oración:
“¿Qué debo hacer, Señor?” (Hch 22,10).
La escucha de Dios no es sólo lo que tú quieres ser y hacer, es ante todo lo que Dios quiere que tú seas y hagas; no es algo que tú inventas, es algo que encuentras; no es el proyecto que tú tienes sobre ti mismo, es el proyecto que Dios tiene sobre ti y que tú debes realizar.
Por eso, para descubrirlo, lo primero que debes hacer es dialogar con Dios: orar. Sólo mediante la oración podrás encontrar lo que Dios quiere de ti. En la oración, el Espíritu Santo afina tu oído para que puedas escuchar: “Habla, que tu siervo escucha” (I S 3,10).
Sólo en el diálogo con Jesús podrás oír su voz que te llama: “ven y sígueme”(Lc 18,22); o bien, escucharás que te dice: “vuelve a tu casa y refiere lo que Dios ha hecho por ti” (Lc. 8,38).
Percepción:
“Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos y aunque yo hacía esfuerzos por ahogarlo, no podía” (Jr 20,9).
Para poder descubrir lo que Dios quiere, tenes que aprender a escuchar, estar atento, experimentar. Para esto, necesitas saber hacer silencio en torno a ti y en tu interior. El ruido te impedirá percibir.
Está atento a todo, a tus deseos, a tus miedos, a tus inquietudes, a tus proyectos. Escucha a todos: a los que aprueban tu inquietud, a los que la critican. Dios se vale de diversos intermediarios para hacerte oír su voz. Escúchate a ti mismo: ¿A qué se inclina tu corazón? ¿Qué es lo que anhelas? Aprende a mirar a los hombres que te rodean, ¿qué te está diciendo Dios a través de su pobreza, de su ignorancia, de su dolor, de su esperanza, de su necesidad de Dios…? Escucha al Padre que, a través de la historia concreta de los hombres, te revela manera como quiere que colabores en la instauración del Reino.
Ve tu historia. ¿Por cuál camino te ha llevado Dios? ¿Cuáles son los acontecimientos más importantes de tu vida? ¿De qué manera Dios ha estado presente o ausente en tu vida? ¿Qué personas concretas han sido significativas para ti? ¿Por qué?
Contempla el futuro. ¿Qué experimentas al pensar en la posibilidad de consagrar tu vida a Dios? Tienes solo una vida, ¿a qué quieres dedicarla por completo?
Solo si aprendes a escuchar, a mirar y a estar atento, podrás descubrir los signos de la llamada de Dios.
Reflexión:
“¿Quién de ustedes, queriendo edificar una torre, no se sienta primero a calcularlos gastos y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo:” Este comenzó a edificar y no pudo terminar ” (Lc 14, 28-30).
La voz de Dios nos compromete en una empresa grande; ¡y es para toda la vida! Por eso, no te puedes lanzar a ella sin antes haber reflexionado seriamente, y con la debida calma, sobre ti y sobre la vocación que pretendes seguir.
Debes reflexionar sobre cuáles son tus capacidades y limitaciones; serás capaz de ser fiel a los compromisos que implica su llamada; en qué signos concretos te basas para pensar que Dios te habla; que es lo que más temes de la vocación; cuáles son las razones en favor y en contra que tienes para emprender ese camino; qué es lo que te atrae de eso que Dios te dice.
Dios te pide que te comprometas responsablemente en el discernimiento de su voluntad. El quiere que tú pongas en juego tu inteligencia y tu capacidad de reflexión y juicio para que puedas encontrar tu camino. El te da la luz de su Espíritu Santo para que descubras qué es lo que quiere de ti.
No debes pretender, ilusoriamente, tener en mano un contrato firmado por Dios, en el que revela su plan sobre ti, y de esa manera poseer la evidencia de su llamado. No; nunca se te dará tal documento. Lo que encontrarás serán signos que te indiquen cuál podría ser la voluntad de Dios; signos que deberás descifrar para así tener la certeza (más no la “evidencia”) de su llamado.
En este nivel llegarás a decir; “creo que Dios me llama “; “creo que, con la ayuda de Dios, podré responder”.
Decisión:
“Te seguiré vayas donde vayas” (Lc 9, 57).
Una vez que vayas descubriendo qué es lo que Dios quiere de ti, no te queda sino dar el paso, decir “sí”, decidirte a seguir a Jesús.
Tomar tal decisión es difícil. Ante la opción sentirás todos tus miedos, incertidumbres y limitaciones: “¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho” (Jr 1,7). Y sin embargo, a pesar de todas tus limitaciones, o mejor, con todas ellas, has de responder al Señor, como Isaías: “Aquí estoy, envíame” (Is 6,8); debes decidirte como María: “Aquí está la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que has dicho” (Lc 1,38).
Llegar a tomar una decisión con la cual comprometerás toda tu vida, no sólo es difícil; es una gracia. Debes pedirle al Espíritu Santo esa capacidad de respuesta.
No afrontar la decisión equivale a dejar correr tu vida, desperdiciarla. Para iniciar el camino de la vocación, no esperes tener la evidencia de que Dios te llama; te debe bastar tener la certeza moral en su llamado.
Es necesario querer seguir radicalmente a Jesucristo: “Sí, quiero seguirte “. Tal vez tengas dudas si llegarás al final, si podrás con las exigencias, etc.; pero de lo que no puedes dudar es de tu decisión; debes estar seguro de lo que tú quieres.
En este nivel podrás decir: “quiero consagrar mi vida a Dios en el servicio de mis hermanos”.
Acción:
“Jesús los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su Padre lo siguieron” (Mt 4, 21-22).
Una vez decidido, ¡lánzate! No te dejes vencer por el miedo; lánzate con miedo.
La decisión se debe concretizar en la acción. Debes poner todos los medios que estén a tu alcance para realizar lo que has decidido. No cedas a la tentación de diferir el ingreso: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero… ” (Lc 9, 59-61).
Con la decisión has comprometido todos los momentos posteriores; ahora se trata de buscar cómo ser fiel. La única manera de realizar el proyecto de Dios es la fidelidad de cada día. Tienes que vivir todo momento en coherencia con lo que has decidido; cada paso debe ir dirigido hacia la meta.
Y, ¿cuando venga la dificultad? Perseverar. El camino emprendido es difícil. Hay que estar dispuesto a todo, pasar por lo que sea, a enfrentar cualquier dificultad. Jesús no te ofrece otra cosa; “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9,23). ¡Claro que el sendero es arduo y pesado!; pero tienes en ti la fuerza del Espíritu Santo, y María te acompaña e impulsa a recorrer el camino que Jesús ha trazado. Además, no se trata de cargar hoy la cruz de toda la vida, sino sólo la de hoy; y así cada día.
En este nivel deberás de decir, como Pedro: “nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 10,28).
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